Ahí viene, con esa presencia y ese semblante tan masculino. Retumban sus botas en el suelo y vibro. Vibro de la emoción al pensar en que sus manos se posen en mí de nuevo. Que me levante y me acerque a él. Como aquellas tardes que solíamos pasar juntos, pegados. Hacía tiempo que no venía por el desván. Me he sentido tan sola en la oscuridad y en el silencio. Ansío que me dé voz de nuevo y se alivie esta soledad que me oxida y me pudre las entrañas. Se me descascarilla el barnizado de la pena.
Deseo que me toque, que me haga vibrar, que me coja por el mástil con fuerza y que tras horas y horas su pelvis pegada a mí, se quejen los vecinos. Y es que con él no me puedo controlar, me vuelve loca en cada cambio de acorde. Sus manos deslizando mis cuerdas de arriba abajo mientras me pellizca con suavidad más abajo. Ahí, justo ahí.
En nuestros días salvajes incluso me enchufaba el amplificador. Pasaba horas y horas descubriendo mis aristas, bordes y recovecos. Me acariciaba los trastes con esas manos grandes, fuertes y fibrosas y me hacía resonar de placer. Yo tan fina y delicada, él tan robusto. Yo tan española, él tan nórdico.
Pero un día me colgó. Me dejó anclada a una pared en la inmensidad de este desván polvoriento. Enmudecí de la impresión al oír sus pasos alejándose. Ahora solo me queda el recuerdo del vibrante eco de mi voz que un día fue la melodía de nuestra pasión.